Visitas Totales:

domingo, 31 de julio de 2011

APORTES AL ARTE DE LEER. CULTURA, EDUCACIÓN, ANÁLISIS CREATIVIDAD.



Por: Jorge Ubaldo Castaño torres




¿Cómo se debe leer un libro?

Por: Ramón Rocha Monroy


Debo a la conjunción de la revista La Mariposa Mundial y mis visitas frecuentes a la Librería Plural (Nataniel Aguirre, primera cuadra, Cochabamba) la lectura de una conferencia de la escritora inglesa Virginia Woolf de la cual copié el título de esta columna.
¿Cómo leer un libro? En los primeros párrafos, esa gran mujer que tenía sobrados méritos para ganar el Premio Nobel, y no lo ganó, manifiesta su intención central: “Admitir autoridades en nuestras bibliotecas, por más pieles y togas que tengan, y permitirles decirnos cómo leer, qué leer, qué valor darle a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que es el alma de esos santuarios. En todos los demás sitios pueden limitarnos leyes y convenciones; allí no tenemos ninguna.” Yo añadiría lo mismo sobre el acto de escribir.
Quizá el encanto de una biblioteca personal radica en que no tiene la clasificación mortuoria de la biblioteca del erudito embutido en sus casillas. Dice Virginia Woolf: “Poemas y novelas, memorias y libros de historia, diccionarios y libros oficiales, libros escritos en todos los idiomas por hombres y mujeres de todas las índoles, razas y edades, se codean unos con otros en los estantes. Y afuera rebuzna el burro, las mujeres charlan junto al pozo, los potros galopan por los campos. ¿Por dónde debemos empezar? ¿Cómo poner orden en este multitudinario caos para obtener, de ese modo, el mayor y más profundo placer de lo que leemos?
Claro: afuera transcurre la vida con sus cantos de sirena, mientras el acto de leer significa hurtarse de ese flujo vital para vivir vidas vicarias y, para peor, inventadas por otros.
En ese caos, ¿qué criterios nos llevan a leer una novela y no un libro de poesía, un ensayo y no un libro de historia? Dice la Woolf que escogemos “pidiéndole a la novela que sea verdadera, a la poesía que sea falsa, a la biografía que sea halagadora, a los libros de historia que reafirmen nuestros prejuicios. Si pudiéramos suprimir todos esos preconceptos al leer, sería un comienzo admirable”.
Este comentario enlaza con una epifanía que tuve hace algún tiempo: ¡Qué hermosas son las mujeres que leen! Se abstraen, miran soñadoras, sonríen o ríen solas, juegan con un bucle de sus divinos cabellos o encienden un cigarrillo con una sensualidad felina. Quizá obran así porque se acercan a un libro sin prejuicios, con el bagaje conceptual debidamente oculto en el desván y con la languidez del disfrute. En cambio los hombres, hay que ver la pose de sabios, de críticos; la tensión que les arruga el entrecejo; la suspicacia y los gestos de desdén que hacen cuando el libro no ratifica sus prejuicios.
Aquí viene otra vez la Woolf en nuestro auxilio con un consejo supremo para leer un libro: “No le den órdenes a su autor, traten de convertirse en él. Sean su colega de trabajo y su cómplice. Si se quedan a un lado, y escatiman y critican en principio, están impidiéndose obtener de lo que leen el valor más pleno posible.”
Leer para escribir
Advertíamos citando a la escritora inglesa Virginia Woolf que el acto de leer es un acto de libertad y que no deberíamos admitir que nadie, por más autoridad que tenga, nos diga qué y cómo leer. A continuación conjeturamos que ese consejo debería ampliarse a cómo escribir. Hay miles de consejos de los más grandes escritores sobre el arte de escribir; lo bueno es que no son leyes divinas ni científicas, sino consejos que uno bien puede ignorarlos porque uno puede hacer exactamente lo contrario de un consejo y tiene posibilidades parejas de acertar. ¿Nos dicen que hay que disfrutar de ciertas comodidades financieras y existenciales para escribir? No las tuvieron Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Rousseau, Voltaire, Dostoievski, Poe, Lautréamont, Faulkner, Borges, García Márquez, Cortázar o Alfredo Medrano. De modo que es bueno escribir con plena libertad, a condición de admitir humildemente que se trata de un oficio centrado en la corrección incesante y no en la segregación o evacuación inicial, que a ratos parecería limitarse a un acto fisiológico.
Un error frecuente del escritor es opacar a sus personajes transmitiéndoles sus prejuicios ideológicos o existenciales, usándolos como títeres para que repitan lo que él quisiera decir si lo escucharan. Hay que ponerse en el pellejo de cada uno de los personajes, entender su lógica, la motivación de sus acciones e ideas, y no tomar partido por ninguno de ellos. Es muy eficaz subrayar en cada personaje la complejidad del alma humana y no encasillar a los personajes endilgándoles el rígido papel del héroe, de la heroína, del villano, del bufón, de tantos estereotipos que son útiles como referencias, pero jamás como moldes para crear buenos personajes.
Enlazando el acto de leer con el de escribir, Virginia Woolf dice que escribir una novela “es algo tan proyectado y controlado como un edificio, pero las palabras son menos palpables que los ladrillos; leer es un proceso más largo y complejo que mirar.” Para valorar lo que uno lee, Virginia propone intentar escribir. “Recuerden para ello –dice—algún hecho que les haya dejado una impresión nítida: cuando se cruzaron en la esquina, quizá, con dos personas que estaban conversando. Un árbol se sacudía, una luz de la calle se agitaba, el tono de la charla era alegre, pero trágico también; toda visión, toda una concepción, parecía contenida en ese momento.” Cuando intenten convertir esa emoción inicial en escritura, aprenderán a valorar las astucias, el oficio, la técnica, los desvelos contenidos en las obras que leen. “Entonces irán de sus confusas y desordenadas páginas a las páginas iniciales de algún gran novelista (…) Ahora podrán apreciar mejor su maestría. No es meramente que estemos en presencia de una persona distinta (…) sino que estamos viviendo un mundo distinto.” Y previene que un gran escritor crea una realidad y respeta con lógica estricta las leyes de su punto de vista. “Jamás nos confunden, como con tanta frecuencia lo hacen los escritores menores, al introducir dos tipos de realidad en el mismo libro”.
El acto de leer nos puebla de sombras fugaces, pero es necesario hacerlas reposar, dejar que las plumas alborotadas en nuestra imaginación se asienten y se conviertan “en una sola sombra sólida y duradera”. Entonces “el libro regresará, pero de otra manera”. Si hemos leído con simpatía, tratándonos de ubicarnos en los calzones del escritor o (ahh) de la escritora, ahora que hemos dejado reposar la lectura podemos ser ya no amigos sino jueces. Aquí Virginia asume su máxima severidad: “¿No son criminales esos libros que han derrochado nuestro tiempo y nuestra benevolencia? (…) Seamos entonces severos en nuestros juicios, comparemos cada libro con los mejores de su clase. (…) Hasta la última y más insignificante de las novelas tiene derecho a ser juzgada de acuerdo con la mejor. Y lo mismo con la poesía.”
Los libros –dice Virginia—”sólo pueden ayudarnos si vamos a ellos cargados de preguntas y sugerencias ganadas honradamente en el curso de nuestras lecturas. No pueden hacer nada por nosotros si nos amontonamos bajo su autoridad y nos echamos como ovejas a la sombra de un seto. Sólo podemos entender sus preceptos cuando entran en conflicto con los nuestros y los vencen.”
La responsabilidad del lector
Virginia Woolf insiste en que tenemos responsabilidades e importancia como lectores. “Las pautas que fijamos y los juicios que emitimos se infiltran en el aire y se vuelven parte de la atmósfera en la cual el escritor respira mientras trabaja. Se crea una influencia que los afecta, aun cuando nunca encuentre su cauce en la imprenta. Y esa influencia, si estuviera bien construida, si fuera vigorosa, individual y sincera, podría ser de gran valor…”
Virginia es severa con la escasez de tiempo de los críticos y reseñadores. Frente a ellos “los libros pasan a juicio como una procesión de animales en una galería de tiro, y el crítico sólo tiene un segundo para cargar, apuntar y disparar, y bien puede ser perdonado si confunde conejos con tigres, águilas con halcones, o si directamente yerra el tiro y le acierta a una pacífica vaca que pasta en un campo vecino.”

El crítico o el reseñador suele dejarse llevar por juicios ajenos, por una lectura en diagonal, por el prólogo de una autoridad o el contenido de la solapa o la contratapa, cuando no por la amistad o enemistad con el autor, que se traduce en un comentario displicente que influye en el lector potencial y en las ventas. El lector libre está menos presionado, y en ello radica la importancia de su lectura. “Si el autor sintiera que detrás del errático fuego de la prensa hay otra clase de crítica, la opinión de la gente que lee por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente, y que juzga con gran tolerancia, y sin embargo con gran severidad, ¿no podría eso mejorar la calidad de su trabajo?”Esta mujer entrañable, cuya vida y obra conocemos cada vez más por obra del cine, consideraba que la lectura es de aquellos placeres que “encierran su propio fin”. “A veces he soñado, al menos que cuando el Día del Juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de estado vayan a recibir sus recompensas –sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin una cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”.



ALGUNOS DE NUESTROS GRANDES AUTORES.


Rafael Alberti (Puerto de Santa María, Cádiz, 1902)

Recibió en 1925 el Premio Nacional de Literatura por Marinero en Tierra. El poeta se adhirió al partido comunista y puso al servicio de la República su actividad literaria. Tras la guerra, se exilió en Argentina, donde vivió hasta 1962. Su obra poética pasa por distintos momentos, desde el neopopularismo, el neogongoriano y el surrealismo, hasta la poesía política y el estallido de la nostalgia. En la distancia, Alberti vuelve a la tradición sin abandonar el compromiso político, consolidando así un universo coherente de signo vitalista, en torno a la idea del paraíso soñado, con la insistente presencia de los motivos del mar.





Miguel Ángel Asturias
 (Ciudad de Guatemala, 1899 – Madrid, 1974)


Es, junto con Alejo Carpentier, uno de los escritores más influidos por el surrealismo y el que funda el realismo mágico, que culmina felizmente en la obra de García Márquez. Como los modernistas hispanoamericanos, fue a París persiguiendo la modernidad, pero al llegar allí, la realidad americana se le reveló como un mundo inédito marcado por el pensamiento mágico, que fluía aún con fuerza y vitalidad en las tradiciones de su pueblo. Comprometido con la realidad social, se propuso en obras como El señor presidente, conjurar la figura del dictador, relacionándolo con los mitos ancestrales.





Jorge Luis
 Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, Suiza, 1986)


Es sin duda uno de los escritores más desconcertantes de la literatura en lengua española. Para él la tarea del escritor, que es esencialmente falsificadora, desdibuja toda pretensión de originalidad y de creación. Enemigo del realismo, concibe la literatura como invención, como juego de equívocos. Su diálogo con las diferentes culturas lo convierte en el más universal de los escritores. Pero en los comienzos de su carrera manifestó cierto nacionalismo que lo llevó a proclamar la independencia idiomática de Argentina. Así cultiva una prosa de ficción en la que la literatura se presenta como la infinita lectura de otros textos que remiten a un original perdido o tachado, llevando al lector a un abismo donde sólo hay senderos que se bifurcan y adquieren el aspecto de un laberinto.




Alejo Carpentier (La Habana, 1904 – París, 1980)

De padre francés y madre rusa, formó parte, entre 1923 y 1924, del Grupo Minorista, que abogaba por una renovación de los valores nacionales en Cuba. Más tarde se incorporó a las movilizaciones políticas contra el dictador Machado y contra el imperialismo norteamericano. En la cárcel escribió su primera novela, Ecue-Yamba-O, publicada en España en 1933. Se exilió en Francia en 1928, donde permaneció hasta 1939. Fue uno de los pocos hispanoamericanos que formó parte del movimiento surrealista. Desde sus planteamientos formuló la teoría de lo real maravilloso, diferenciándose del concepto de lo maravilloso surrealista, que encontraba artificial. Para él, la esencia de la naturaleza americana es maravillosa, sus gentes, su paisaje y su historia. En Los pasos perdidos (1953) narra una aventura geográfica y espiritual en las selvas del Orinoco, que es también una crónica de viaje al pasado en busca de las raíces del mundo americano.




Camilo José Cela (Iria Flavia, La Coruña, 1916)

Premio Nobel de Literatura en 1989, pasó su infancia y adolescencia en Galicia. En el Madrid de la preguerra frecuentó a Pedro Salinas y al círculo de María Zambrano. Inició su carrera literaria como poeta, publicando en 1935 algunos versos en El Argentino de La Plata. En 1945 apareció Pisando la dudosa luz del día, donde identifica la literatura y la poesía con esa combinación de tradición y modernidad que llevaba a cabo el grupo poético del 27. Desde 1942, cuando publicó La familia de Pascual Duarte, ha cultivado la novela dentro de un lirismo formal, debido a la fragmentación, a la poetización del mundo narrado y a la tensión lograda a lo largo de la anécdota.




Julio Cortázar (Bruselas, 1914 – París, 1984)

Se inicia en el conocimiento de la poesía francesa en Buenos Aires, bajo el magisterio de sus profesores de la Escuela Normal. En la década de los cincuenta viaja a París, donde trabaja como traductor para la Unesco. Su prestigio como escritor se afianza con la publicación de los cuentos de Bestiario (1951), donde se pone en evidencia su visión del mundo y de la creación literaria. Enormemente influido por el surrealismo, Cortázar cuestiona en sus escritos categorías literarias, conceptos como género y estilo, etc., utilizando la técnica de desmontaje. Dentro de la línea fantástica, al lado de la de Borges y de la de Bioy Casares, su obra se mueve siempre en dos planos, lo real y lo surreal.




Rómulo Gallegos (Caracas, 1884 – 1969)

Es un destacado innovador de la narrativa hispanoamericana. Con la publicación de Doña Barbara, en 1929, la literatura hispanoamericana vuelve a alcanzar la resonancia que tuvo durante el movimiento modernista. Comprometido con la realidad política y social de su país, Gallegos recrea el tema de civilización y barbarie en una serie de novelas donde la naturaleza y el paisaje se convierten en protagonistas. El éxito de Doña Bárbara lo llevó a participar activamente en la política de su país. Para Gallegos la selva es símbolo de la naturaleza bárbara que arrastra al hombre civilizado. Inscrita dentro de la corriente «mundonovista», su obra refleja lo auténticamente americano, más allá de las diferencias regionales.





Federico García Lorca
 (Fuente Vaqueros, Granada, 1898 – Víznar, Granada, 1936)


Es considerado el poeta español más grande del siglo. Antes de su muerte, su fama se había extendido por todo el mundo hispánico, pero su asesinato lo consagró, como víctima del fascismo, y esto influyó en la difusión de su obra. Hijo de una familia acomodada, Lorca vivió entre 1919 y 1928 en la Residencia de Estudiantes. Entre 1929-30 viajó a Nueva York y Cuba, y entre 1933-34 a Uruguay y a Argentina. Su republicanismo y tendencias de izquierda lo convirtieron en una víctima fatal al estallar la guerra. Su obra, comprometida con la tradición, recoge motivos y temas de las religiones naturalistas, a la vez que desarrolla la relación entre la sangre, la muerte y la fecundidad, la fascinación ritual por símbolos como el cuchillo, la luna y el toro, entre otros.




Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928)

Premio Nobel de Literatura en 1983 y una de las figuras claves del «boom», inició su carrera literaria en Bogotá, publicando crónicas de cine y cuentos durante el periodo de la violencia, uno de los más críticos de la historia de su país. Por eso no es gratuito que en su obra se respire la atmósfera de terror y de intolerancia que se vivía por aquellos años. Dentro de la estética del realismo mágico, García Márquez ha ordenado magistralmente elementos de distintas tradiciones en esa aldea universal llamada Macondo, donde el tiempo es cíclico y los personajes incorporan espontáneamente la magia a lo cotidiano.





Juan Ramón Jiménez
 (Moguer, Huelva, 1881 – San Juan de Puerto Rico, 1958)


Es, entre los modernistas, uno de los que mayor influencia ha tenido en la poesía en lengua española. Su poesía explora el misterio, las sombras, la dualidad del ser, desde el intimismo de muchos de su generación. Con Animal de fondo (1949) alcanza la plenitud. Así lleva hasta el virtuosismo el arte de narrar y de describir, en ese relato inolvidable que es Platero y yo, y por el que se le conoce en todo el mundo hispánico. Juan Ramón Jiménez se adelanta a su época en sus planteamientos estéticos, en su intención de dar vida a la poesía en el enunciado. Su escritura es asombrosamente depurada y de una insólita belleza, resultado de la síntesis y de la condensación de una serie de elementos como la sorpresa, el ritmo, la revelación y la luz.




José Lezama Lima (La Habana, 1910 – 1976)

Es uno de los escritores de mayor significación en la literatura hispanoamericana del presente siglo. Con un estilo muy personal, que hizo de la poesía el centro de sus preocupaciones, Lezama trata de plasmar en toda su obra el mundo circundante de la poesía que él designa como «realidad hechizada». Con su primera obra, La muerte de Narciso (1937) se abre un ciclo poético que lo conduce a la prosa y que culmina en Paradiso, publicada en 1966. Como sugiere Carmen Ruiz Barrionuevo, en Lezama Lima la poesía nace de la conjunción de las palabras y sus enlaces y conexiones insólitas, de las que brota lo poético.





Antonio Machado
 (Sevilla, 1875 – Colliure, Francia, 1939)


Es una de las figuras máximas del modernismo hispánico. Con la publicación de Soledades, en 1903, consolida una poética de tono suavemente melancólico, deliberadamente velado y sombrío con los temas propios de su tiempo: jardines abandonados, casas desoladas, fuentes, atardeceres tristes, donde se percibe el fluir del tiempo, como si cada poema suyo aspirara a atrapar un instante. Y es que Machado aspiraba a captar el misterio de las cosas, a través del recuerdo o la ensoñación. En sus versos trasciende su mundo íntimo, pero ese intimismo jamás desaparece. Bajo los nombres de Juan de Mairena y Abel Martín, Machado explora también su yo filosófico, convirtiéndose en uno de los más originales prosistas del siglo.





Luis Martín-Santos
 (Larache, Marruecos, 1924 – Vitoria, España, 1964)


Médico cirujano, especializado en psiquiatría, novelista, desde 1929 residió en San Sebastián, España. Se licenció en Medicina y Cirugía por la Universidad de Salamanca en 1946, obtuvo el doctorado al año siguiente en la Universidad de Madrid y se especializó en psiquiatría. Fue colaborador e investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), trabajó en el Hospital General de Madrid, en el Manicomio de Ciudad Real y dirigió el Sanatorio Psiquiátrico de San Sebastián, desde 1951.
Publicó el libro titulado Grana gris, el ensayo Dilthey, Jaspers y la comprensión del enfermo mental (1955). En 1961, en Barcelona, se publicó Tiempo de silencio, que se convirtió en un éxito novelesco, con sus numerosas ediciones. Ha sido traducido a varias lenguas y fue llevado al cine por el director español Vicente Aranda. Como obras póstumas se reunieron textos suyos en el libro misceláneo Apólogos(1970) y una novela inacabada bajo el título Tiempo de destrucción.





Pablo Neruda
 (Parral, Chile, 1904 – Santiago de Chile, 1973)


Premio Nobel de Literatura en 1971, es el que más influencia ha tenido en la poesía de lengua española desde mediados de la década de los 30. Su fama es comparable a la de Rubén Darío. Compañero de los poetas de la generación del 27 en España, Neruda hace una defensa de la poesía despojada del esteticismo formal de los modernistas. Su mirada se orienta hacia los temas cotidianos y prosaicos en una primera etapa de su producción. De este tiempo son los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pero en una segunda etapa sale del hermetismo y del individualismo de sus versos para instalarse en una poética del compromiso social y en una épica política que coincide con su vinculación al Frente Popular.





Juan Rulfo
 (Apulco, Jalisco, 1918 – México, D.F., 1986)


No fue un escritor prolífico, pero sus cuentos de El llano en llamas(1953) y su novela, Pedro Páramo (1955) lo han convertido en un clásico de la literatura en lengua castellana. En estos dos géneros es difícil superar a Rulfo, tanto en la sobriedad de sus diálogos como en la intensidad y la fuerza de sus frases, íntimamente arraigadas en el habla de los campesinos de Jalisco. Uno de los acontecimientos políticos que marca su infancia y trasciende su obra es la revolución cristera (1926-1928), resultado de la reacción de los rebeldes católicos contra el anticlericalismo de la revolución mexicana. El clima de sus cuentos está impregnado de esa desolación de los campos arrasados, de los pueblos abandonados, de las gentes humildes sin la esperanza de cambio.




Ernesto Sábato (Buenos Aires, 1911)

Décimo de once hijos de emigrados italianos en Argentina, cursó estudios superiores de Física en la Universidad de la Plata. En 1945 publicó su primera obra, Uno y el Universo, colección de breves ensayos. Ese mismo año abandonó su primera vocación científica, para dedicarse por completo a la literatura. En los años cincuenta atravesó una crisis, producto de las contradicciones entre el mundo claro y luminoso de las matemáticas y el atormentado y complejo mundo de la literatura.




Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927)

Es uno de los escritores «del mediosiglo» de mayor incidencia en la literatura española de la Península. Enormemente influido por el cine, su obra está marcada por el neorrealismo italiano, especialmente en novelas como Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), donde la poesía y la fantasía remiten también a la picaresca y a la precisión de un Ramón Gómez de la Serna. Pero donde verdaderamente se aprecia el papel renovador de este escritor es en El Jarama (1955), novela con la que obtuvo el Premio Nadal. Destaca en este libro tanto la objetividad como el lirismo de las descripciones.




Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 – Salamanca, 1936)

Filósofo, poeta y narrador, es la figura más representativa de la España de su tiempo. Encarnó el espíritu rebelde, inconformista y heterodoxo del modernismo. Su vida fue una sucesión de crisis, determinadas en gran medida por el espíritu de contradicción. Dividido entre la voluntad de creer y la imposibilidad de conciliar razón y fe, encarna las preocupaciones de una época que vivió de forma traumática el proceso de secularización de la sociedad. Paz en la guerra, 1897, es una novela lírica (que se nutre de los recuerdos de su infancia y adolescencia entre las guerras carlistas) donde abundan las descripciones de espacios interiores y abiertos. Pero es Niebla, 1914, la que más interés ha despertado entre los críticos, por sus complejos planteamientos sobre el arte de la novela. Esta circunstancia la avala, como una de las más importantes de la narrativa de finales del siglo XIX y principios del XX.





Ramón María del Valle-Inclán
 (Villanueva de Arosa, Pontevedra, 1866 – Santiago de Compostela, La Coruña, 1936)


Es uno de los más notables representantes del modernismo. En su obra se aprecia la influencia de México, país donde la belleza tomaba formas diferentes a las de la Península. El aristocratismo y la heterodoxia que lo caracterizaron se plasman en una escritura artística en la que despliega una capacidad de penetración de la realidad distorsionada y próxima al expresionismo. Ingenioso y agudo, fue el animador de las tertulias donde también sorprendió por su talento. Antes que someterse a un sistema, prefirió la bohemia. Así, en su Luces de bohemia nos habla de la situación del artista en la sociedad burguesa, de su marginación y su tragedia.




Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936)

Uno de los escritores más destacados del «boom», trasciende con el modelo de representación naturalista, introduciendo en sus novelas las modernas técnicas, como la corriente de la conciencia y las rupturas de tiempo y espacio. El referente de sus obras es, por lo general, la realidad peruana con sus conflictos y enfrentamientos entre la sierra y la costa. Conversación en la catedral (1969), su novela más experimental, es de un gran virtuosismo formal, tanto por las técnicas que utiliza, como por la representación dramática de la realidad objetiva. Con esta obra completa el primer ciclo de su narrativa, para pasar luego a una segunda etapa donde reflexiona sobre el arte narrativo, como ocurre en Pantaleón y las visitadoras (1973) y El hablador (1987), donde abandona la objetividad inicial y se convierte en un actor que participa de su propia ficción, criticándola, al tiempo que la produce.





Los consejos de Vargas Llosa
Por: Brayan Mamani Magne
Que Mario Vargas Llosa es un gran novelista todos lo sabemos. Que ha contraído matrimonio con su prima y ha ganado el Nobel, también. Pero poca gente, poquísima, está al tanto de sus cualidades como crítico literario y prosista de no ficción. Ya sea por la calidad de sus primeras obras, o por sus tajantes y, en muchos casos, acertadas opiniones sobre política y cultura, cada vez que los ensayos y artículos de Vargas Llosa salen a la luz, lo hacen fagocitados por una aureola mediática —negativa, casi siempre— de la cual les es difícil desprenderse. Y eso, como es de suponer, impide una apreciación más o menos objetiva —o, por lo menos, no tan subjetivada— de la obra del escritor.
Fagocitado o no, el ensayo Cartas a un joven novelista —originalmente publicado en una edición compartida por Ariel y Planeta, en 1997; y reeditado a principios de este año por Alfaguara España— es uno de los textos de no ficción mejor logrados del reciente Premio Nobel de literatura. Dividido en doce capítulos, o simplemente «cartas», Vargas Llosa, valiéndose de toda su experiencia y de un lenguaje amigable y preciso, nos introduce en ese mundo tan incomprensible de la vocación literaria y «aconseja» —en la mejor parte de la obra— sobre el manejo de ciertos recursos narrativos que grandes maestros de la literatura —como Flaubert y Onetti, por ejemplo— han utilizado a la hora de cincelar sus obras de mayor importancia.
Empezando con la ya clásica «Parábola de la solitaria», la primera «carta» del libro nos da las pautas acerca de cuáles son las circunstancias en las cuales un individuo —joven, normalmente— decide estamparse en la frente el epígrafe de «escritor». Con frases como «…El escritor siente (…) que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle» o «Mujeres y hombres (…) intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos…», el autor nos da una explicación más o menos concreta de lo que la vocación literaria significa para él y muchos otros y del cómo esa vocación, tarde o temprano, llega a manifestarse. Oficiando de arranque más que persuasivo, la «parábola de la solitaria» —idea prestada de la obra Historia de una novela. El proceso de creación de un escritor, del estadounidense Thomas Wolfe—, en palabras del autor, hace referencia a aquello que todos quienes dedican su vida a escribir en algún momento descubren: la literatura como actividad que impregna todos los quehaceres de la vida.
La segunda parte (arbitrariamente calificada así por mi persona) hace referencia a temas que, de alguna u otra forma, llegarían a ser el animus de toda obra literaria; me refiero a la elección de los temas de la novela, el estilo y la persuasión. Como es bien sabido, Mario Vargas Llosa es uno de los escritores más exitosos de América Latina, y eso, naturalmente, hace suponer que cada uno de sus textos —desde sus artículos de prensa hasta sus novelas— han sido elaborados y corregidos en base a mucha paciencia y, por sobre todo, excesiva dedicación. En ese sentido, los consejos que el autor bosqueja en esta parte de la obra están dotados de una honestidad y buena fe que, a opinión de muchos (incluido yo, por cierto), desconciertan por su calidad y nivel de profundidad. Sentenciando: «La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético», a propósito del estilo y tema de elección, el ensayista concluye que la literatura, más que ser un proceso creativo destinado a la consecución de un fin determinado (como el éxito), es un «viaje» en el cual el individuo creador manifiesta su concepción de vida y mundo, donde la finalidad es la misma intención de viajar (narrar) y no así el aterrizar en un lugar específico. El escritor, para Vargas Llosa, narra sobre lo que más conoce, sobre eso que deambula debajo de su piel o —y aquí va mi interpretación— sobre las cosas que más le obsesionan. Esto, a juicio del autor, sería vital para operar el denominado «poder de persuasión», que, como todo lector voraz lo sabe, es el elemento más importante a la hora de engullir una obra literaria.
Pero, a mi criterio, los pasajes más importantes de la obra son aquellos referidos a los desafíos que todo escritor debe afrontar y, sobre todo, los que diseccionan los diferentes recursos y técnicas literarias. Sobre lo primero Vargas Llosa afirma que la variedad de problemas con los que cada narrador debe lidiar pueden agruparse en cuatro importantes elementos: el narrador, el espacio, el tiempo y el nivel de realidad. (A propósito de esto poco o nada puede ser comentado: la maestría conceptual y pedagógica del autor hacen inútil cualquier alusión o referencia al tema). En lo que respecta al uso de los diversos recursos narrativos, el autor toma como sujetos de observación y estudio cuatro herramientas o recursos bastante utilizados: las mudas y el salto cualitativo, la caja china, los vasos comunicantes y el dato desconocido. En el tratamiento de cada uno de los casos, Cartas…, al igual que ocurre en el resto de la obra, recurre a verbigracias que toman casos de obras trascendentales en la historia de la literatura. Orlando, de Virginia WoolfLa vida breve, de OnettiMuerte a Crédito, de CélineLa celosía, de Robbe-GrilletMadame Bovary, de Flaubert; yRayuela, de Cortázar son algunas de las grandes piezas literarias de las cuales el autor se vale para ilustrar el uso de todos y cada uno de los recursos abordados a lo largo del libro. Algo importante: cada capítulo referente a un recurso, casi contra la voluntad del autor, empieza con una definición contundente de la idea y el término, cosa que, a la larga, sirve de zócalo para una buena comprensión de la técnica en cuestión (así, por ejemplo, cuando el autor nos habla de la técnica de la muda, la define de la siguiente manera: «Una muda es toda alteración que experimenta cualquiera de los puntos de vista reseñados. Puede haber, pues, mudas espaciales, temporales o de nivel de realidad, según los cambios ocurran en esos tres órdenes: el espacio, el tiempo y el plano de realidad»).
Quizá uno de los pecados —acaso el único— de Cartas a un joven novelista es haber tomado en cuenta pocas obras publicadas en el último tiempo (me refiero al rango 1985-1997; la obra fue publicada originalmente en éste año). Sin embargo, a modo de descargo, Vargas Llosa puede afirmar que son las llamadas obras clásicas, con sus errores y todo, las que consolidaron y enarbolaron una manera «particular» y «constantemente imitable» de contar historias (a propósito, el autor hace referencia a las decenas de imitadores de Borges —“borgecitos”— que aparecieron tras la publicación de las primeras obras del argentino).
Cartas a un joven novelista más que ser un manual de «cómo escribir un libro» es un libro de consejos, en el cual el autor, asiéndose de su más de medio siglo de experiencia, nos habla del arte de escribir como lo haría un buen colega: despacio y de manera directa, con tacto y brusquedad, con un lenguaje afable y al mismo tiempo serio, pero, sobre todo, con una gran dosis de sinceridad. Y sí, probablemente alguien diga que para escribir no es necesario leer ningún manual ni ningún libro de consejos… y sí, se estará en lo cierto. Si no, basta con echar un ojo a los últimos párrafos de Cartas… —los más importantes— para comprobarlo: «Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y que se ponga a escribir novelas de una vez».
Fuente: Ecdótica / Fondo Negro


LOS DIEZ LIBROS MÁS IMPORTANTES DE LA HISTORIA ??


Hablamos de los 10 libros más importantes de la historia, no de los mejores, en cuyo caso la clasificación podría ser mucho más subjetiva. Creo que en el caso de la elección de los más importantes nadie puede poner en duda más de un par o tres de ellos.
Los libros de los que hablamos hoy provocaron revoluciones, baños de sangre, saltos increíbles en la ciencia, e incluso suicidios. Empezamos desde el más antiguo hasta el más moderno.
La Ilíada. Homero. Es el poema escrito más antiguo de la literatura universal. Cuenta los hechos que tuvieron lugar en el sitio de la ciudad de Troya. Homero trazó los grandes arquetipos universales de la literatura que siguen vigentes hasta hoy. La literatura occidental bebe de sus fuentes.
portada-la-iliada-homero.jpg
Kama sutra. El sexo dejó de ser una práctica de animales y se volvió arte. Es el principal canto de amor de la literatura hindú y universal. Practicamente todo ser humano consciente conoce de su existencia a pesar de haber estado prohibido repetidas veces a lo largo de la historia.
portada-kamasutra.jpg
Dào Dé Jing. Lao Tsé. El libro de filosofía más importante de Oriente. En el se establecen todos los principios del Tao, e influyó notablemente al budismo. Puede traducirse como “el libro del camino y la virtud”. Sus conceptos centrales como el Yin y el Yan, o la nada y el ser han dejado huella incluso en Occidente.
lao-tse-imagen-tradicional.jpg
El Corán. Para los musulmanes, contiene las palabras de Hallá trasmitidas a Mahoma por medio del ángel Gabriel. Muchos países islámicos se basan totalmente en sus versículos para redactar las leyes que rigen sus naciones. Es un texto inmutable, que no debe cambiar bajo ningún pretexto, por ello, a pesar de que ha sido traducido a muchos idiomas, en la liturgia se sigue empleando el árabe clásico para su transmisión.
el-coran-libro.jpg
La Biblia. Compendio de libros separados que se agrupan en uno sólo escrito bajo la inspiración de Dios. El Antiguo Testamento es aceptado casi en su totalidad a excepción de un par de libros concretos por judíos y católicos. El Nuevo Testamento, en cambio, en el que se narra la vida de Cristo y la evangelización de los apóstoles, es territorio meramente cristiano.
biblia1.jpg
El Talmud. Recopilación de la tradición y el saber del pueblo judío transmitidos de generación en generación. Está planteado en forma de preguntas que explican las dudas sobre la ley y formas de comportamiento hebreas. Después de la destrucción del templo de Salomón se acometió su redacción y se han insertado nuevos comentarios a lo largo de los siglos. Es un libro construído por un pueblo.
talmud-portada-libro.jpg
Principia. Isaac Newton. En él se describió la ley de la gravitación universal, se establecieron las leyes de la medicina clásica y aportó importantes hallazgos sobre la luz. Es el libro científico más importante hasta la fecha. Cambió radicalmente la concepción del universo y metió a matemáticos, físicos e incluso médicos en la modernidad.
principia-isaac-newton-libro-portada.jpg
El origen de las especies. Charles Darwin. Podemos imaginarnos la polémica que supuso en aquel entonces el plantear que todos los seres vivos de la Tierra han evolucionado, ya que incluso hoy quedan muchos negacionistas de lo evidente. Hasta entonces se pensaba que las especies eran tal y como habían sido desde el principio de los tiempos.
portada-charles-darwin-el-origen-de-las-especies.jpg
El Capital. Karl Marx. En él se abordaba la lucha de clases del proletariado, y fue la cabecera de todos los movimientos comunistas del siglo XX. Sin este libro la historia reciente hubiera sido muy diferente.
el-kapital-libro-ruso.jpg
Mi lucha. Adolf Hitler. Todo el odio y la xenofobia de Adolf Hitler plasmado en unas páginas que buscan una cabeza de turco a los problemas de Alemania, y lo encuentra en el pueblo judío. Toda una generación de alemanes se tragó el sueño megalómano de la raza aria y la supremacía alemana que el dictador más terrible de todos los tiempos trazó aquí. Todavía hoy, todo aquel ultraderechista que se precie devora sus páginas.
mi-lucha-mein-kampf-adolf-hitler-libro.jpg
Sin duda, los pilares de la civilización humana, para bien o para mal, descansan sobre estos diez manuscritos.


HAROLD BLOOM


ADELANTO EXCLUSIVO DE "GENIOS"


Los cien genios de la literatura según Bloom







Después de su polémico "El canon occidental", Harold Bloom vuelve a la carga con "Genios", un ensayo monumental que esta semana llega a las librerías argentinas. En sus casi mil páginas, uno de los críticos literarios más influyentes de la actualidad plantea una definición personal del genio literario y justifica el centenar de nombres que integran su lista. Aquí, un adelanto exclusivo de libro y del capítulo que le dedica a J. L. Borges.






HAROLD BLOOM. 





Por qué estos cien? Había planeado incluir muchos más, pero después me pareció que cien era suficiente. Aparte de aquellos que no se pueden omitir —Shakespeare, Dante, Cervantes, Homero, Virgilio, Platón y sus pares—, mi selección es completamente arbitraria e idiosincrática. Ciertamente no se trata de la "lista de los cien mejores" ni a mi juicio ni al de nadie más. Yo quería escribir sobre ellos.

Dado que mi pericia sólo cubre el ámbito de la crítica literaria y, hasta cierto punto, de la religiosa, no hay nada en este libro sobre Einstein, Delacroix, Mozart o Louis Armstrong. Este es un mosaico de genios de la lengua, aunque Sócrates pertenece a la tradición oral y el islamismo afirma que Alá dictó el Corán a Mahoma.

Todo parece indicar que ahora vacilan quienes desestimaron el genio como un fetiche del siglo XVIII. El pensamiento grupal es la plaga de nuestra Era de la Información y su efecto es más pernicioso en nuestras obsoletas instituciones académicas, cuyo largo suicidio empezó en 1967. El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan.

Este libro difiere de mi trabajo anterior en que sólo busco definir, de la mejor manera posible, el genio particular de mis cien personajes. He mezclado la crítica literaria y la biográfica, pero he eludido prácticamente del todo la perspectiva histórica.

Nadie se opone a contextualizar o a darle un trasfondo a una obra. Pero no me interesa disminuir la literatura, o la espiritualidad, o las ideas, con la excesiva determinación historicista. Las mismas fuerzas sociales, económicas y culturales producen simultáneamente obras inmortales y obras que no trascienden su propia época. Thomas Middleton, Philip Massinger y George Chapman compartieron los mismos recursos culturales que supuestamente modelaron Hamlet y El rey Lear. Las mejores 25 (de 39) piezas de Shakespeare son obras maestras. Dado que no sabemos cómo más explicar a Shakespeare (o a Dante, o a Cervantes, o a Goethe, o a Walt Whitman), ¿qué podría ser mejor que retomar el estudio del antiguo concepto de genio? El talento no puede ser original, el genio debe serlo.


¿Qué es el genio?

Dado que mi libro, al presentar un mosaico de cien genios auténticos, pretende proporcionar criterios para el juicio, me arriesgaré con una definición absolutamente personal del genio, una que quisiera ser útil en los primeros años de este siglo. Me parece problemática la presencia del carisma al lado del genio. De los cien personajes que aparecen en este libro, yo conocí a tres —Iris Murdoch, Octavio Paz y Ralph Ellison— que murieron hace relativamente poco. Más atrás, recuerdo encuentros breves con Robert Frost y Wallace Stevens. Todos ellos impresionantes de una u otra forma, pero carentes del brillo y de la autoridad de Gershom Scholem, cuyo genio era palpable a pesar de su ironía y de su fino sentido del humor.

William Hazlitt escribió un ensayo sobre las personas que uno hubiera querido conocer. Miro la lista cabalística en el contenido y me pregunto a quién escogería. El crítico Saint-Beuve nos aconsejó que nos preguntáramos a nosotros mismos: ¿qué habría pensado de mí este autor que estoy leyendo? Mi héroe particular entre estos cien es el doctor Samuel Johnson, el dios de la crítica literaria, pero no tengo el valor de enfrentar su juicio.

El genio hace valer su autoridad sobre mí cuando reconozco poderes mayores que los míos. Emerson, el sabio a quien intento seguir, reprobaría mi rendición pragmática, pero el genio de Emerson era de tal magnitud que él podía predicar la confianza en uno mismo. Yo mismo he enseñado durante 46 años y querría empujar a mis estudiantes hacia la emersoniana confianza en sí mismos, pero no puedo hacerlo y en general no lo hago. Aspiro a nutrir el genio en ellos, pero sólo puedo comunicar el genio de la apreciación. Ese es el propósito principal de este libro: despertar el genio de la apreciación en mis lectores, si puedo. (...)

El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. Quizás la "grandeza" no esté de moda, como no está de moda lo trascendental, pero es muy difícil seguir viviendo sin la esperanza de toparse con lo extraordinario.

El descubrimiento de lo extraordinario en otra persona puede ser engañoso o delusorio: lo llamamos "enamorarnos" y el verbo debe ser considerado también una advertencia. Pero el hallazgo de lo extraordinario en un libro —ya sea en la Biblia, en Platón o en Shakespeare, en Dante o en Proust— siempre será beneficioso casi sin costo alguno. El genio en su expresión escrita es el mejor camino para alcanzar la sabiduría, y yo creo que en ello radica la verdadera utilidad de la literatura para la vida.

Cuando se le preguntó a James Joyce qué libro llevaría a una isla desierta contestó lo siguiente: "Quisiera responder que Dante, pero tendría que llevar al Inglés, porque es más suculento". El sesgo antiinglés del Joyce irlandés no se ha dejado de lado, pero su elección de Shakespeare es justa, razón por la cual él encabeza a los cien personajes de este libro. Aunque hay unos cuantos genios literarios que se acercan a Shakespeare —el Yavista, Homero, Platón, Dante, Chaucer, Cervantes, Moliere, Goethe, Tolstoi, Dickens, Proust, Joyce—, ni siquiera esta docena de maestros logran estar a la altura de la milagrosa representación de la realidad que logra Shakespeare. Gracias a Shakespeare vemos lo que de otra manera no podríamos ver, porque él nos ha hecho diferentes. Dante, el rival más cercano, nos convence de la terrible realidad de su Infierno y de su Purgatorio y casi nos induce a aceptar su Paraíso. Pero ni siquiera el más completo de los personajes de la Divina comedia, Dante el poeta peregrino, logra cruzar de las páginas de comedia al mundo que habitamos, como lo hacen Falstaff, Hamlet, Yago, Macbeth, Lear y Cleopatra.

La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura. Es bueno saber que uno de los significados vigentes de la palabra inglesacharacter ("personaje") es el de señal o marca que se imprime, como una letra del alfabeto ("carácter"), pues refleja el posible origen de la palabra: el griego kharaktér, un estilo afilado o la marca de las incisiones del estilo. Character también quiere decir ethos, una actitud habitual ante la vida.

Hasta hace poco estaba de moda hablar de "la muerte del autor", pero también esto se ha vuelto basura. El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Falstaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.

¿Qué hace que el genio sea posible? Siempre hay un espíritu de la época y nos engañamos al permitirnos creer que lo más importante de una figura memorable es su relación con un período en particular. Esta falsa creencia, académica y popular, supone que todo el mundo está determinado por factores sociales. La imaginación individual se somete a la antropología social o a la psicología de masa y es minimizada gracias a las explicaciones.

Este libro se basa en mi convicción de que la apreciación es una mejor manera de comprender los logros que las explicaciones analíticas que pretenden dar cuenta de los individuos excepcionales. La apreciación puede enjuiciar, pero siempre con agradecimiento, y usualmente con reverencia y admiración.

Cuando digo apreciación no me refiero solamente a una "valoración correcta". La necesidad también interviene, en el sentido específico de recurrir al genio de otros para suplir una carencia en uno mismo, o de buscar en el genio un estímulo para los propios poderes, como quiera que éstos resulten ser.

La apreciación puede modular hacia el amor, incluso en la medida en que la propia conciencia de un genio muerto aumente la conciencia misma. El anhelo más profundo de nuestro yo solitario es la supervivencia, ya sea en el aquí y el ahora o en el más allá. Crecer gracias al genio de otros supone ampliar las posibilidades de supervivencia, al menos en el presente y en el futuro inmediato.

No sabemos por qué ni cómo es posible el genio, sólo que ha existido —para nuestro formidable enriquecimiento— y que quizás (cada vez menos) sigue apareciendo. Aunque en nuestras instituciones académicas pululan los impostores que proclaman que el genio es un mito capitalista, me contento con citar a León Trotski, quien urgió a los escritores comunistas a que leyeran y estudiaran a Dante. Si el genio es un misterio de la conciencia capaz, lo que resulta menos misterioso al respecto es su conexión íntima con la personalidad, más que con el carácter. La personalidad de Dante es repelente, la de Shakespeare, elusiva, en tanto que la de Jesús (como la del Hamlet ficticio) parece revelarse en forma diferente a cada lector u oyente.

¿Qué es la personalidad? Hoy, ¡ay!, la usamos como un sinónimo muy popular de celebridad, pero yo quisiera alegar que no podemos ceder la palabra al reino de la chismografia. Cuando sabemos lo suficiente sobre la biografía de un genio en particular, entonces entendemos lo que se quiere decir con la personalidad de Goethe, o de Byron, o de Freud, o de Oscar Wilde. Por el contrario, cuando nos falta familiaridad con la biografía, hablamos unánimemente de nuestra incertidumbre en torno a la personalidad de Shakespeare, cosa que es una gran paradoja porque es posible que sus obras hayan inventado la personalidad —o al menos nuestra comprensión inmediata de la misma—. Si tuviera que hacerlo, podría escribir un libro sobre la personalidad de Hamlet, Falstaff o Cleopatra, pero no emprendería un libro sobre la personalidad de Shakespeare o de Jesús. (...)

El término "genio" ya no es un favorito de los académicos, muchos de los cuales se han convertido en raseros culturales inmunes al asombro. Pero en cambio la idea del genio sigue siendo bastante popular entre el público, aunque la palabra misma parezca un poco gastada. Tenemos necesidad del genio, aunque nos produzca envidia o incomodidad a tantos de nosotros. Esta necesidad no supone que aspiremos al genio y sin embargo, en el fondo, recordamos que tuvimos, o tenemos, un genio. Nuestro anhelo de lo trascendental y de lo extraordinario parece formar parte de nuestra herencia común y nos abandona con lentitud y nunca enteramente.

Afirmar que la obra está en el escritor o que la idea religiosa está en el líder carismático no es una paradoja. Sabemos, por ejemplo, que Shakespeare era un usurero. Shylock también lo era, ¿pero acaso eso contribuyó a que El mercader de Venecia no dejara de ser una comedia? No lo sabemos. Pero al buscar la obra en el escritor buscamos su influencia y su efecto en el paso de Shakespeare de la comedia a la tragicomedia y a la tragedia. Vemos a Shylock opacando a Shakespeare. Al examinar los efectos en la figura de Jesús de sus propias parábolas conducimos una exploración paralela.

La palabra "genio" tiene dos significados antiguos (romanos) que se diferencian en el énfasis. El uno es engendrar, hacer nacer, ser, en suma, un pater familias. El otro se refiere al espíritu tutelar de cada persona, de cada lugar: un genio bueno, o uno maligno, es aquel que, para bien o para mal, ejerce una poderosa influencia sobre alguien más. Este segundo significado ha sido más importante que el primero; nuestro genio es, por tanto, nuestra vocación o nuestro talento natural, nuestro poder intelectual o imaginativo congénito, más que nuestro poder para engendrar poder en otros.

Todos hemos aprendido a diferenciar, con firmeza y decisión, entre el genio y el talento. Clásicamente el "talento" se refería al peso o a una suma de dinero y por tanto, sin importar cuán grande, era necesariamente limitado. Pero el "genio", incluso en sus orígenes lingüísticos, no tiene límite.

Hoy en día existe la tendencia a considerar que el genio, a diferencia del talento, es la capacidad creativa. Froude, el historiador victoriano, afirmó que el genio "es una fuente en la cual siempre hay más detrás que lo que mana de ella". Estéticamente, entre los ejemplos más sobresalientes del genio estarían Shakespeare y Dante, Bach y Mozart, Miguel Angel y Rembrandt, Donatello y Rodin, Alberti y Brunelleschi. Resulta mucho más complejo tratar de confrontar los genios religiosos, en particular en un país obsesionado con la religión como Estados Unidos. El afirmar que Jesús y Mahoma fueron (además de otras cosas) genios religiosos querría decir que los consideramos, sólo en ese sentido, emparentados entre sí, con Zoroastro y el Buda, y con figuras seculares del genio ético como Confucio y Sócrates.

Uno de mis objetivos en este libro es definir el genio con mayor precisión de la lograda hasta ahora. Otro es defender la idea de genio, muy maltratada en la actualidad por detractores y reduccionistas, desde los sociobiologistas hasta los materialistas de la escuela del genoma, incluyendo a los diversos historiadores. Pero mi meta primordial es aumentar nuestra apreciación del genio y demostrar cómo se engendra invariablemente gracias al estímulo del genio previo más que por los contextos culturales y políticos. El libro enfatizará primordialmente la influencia del genio en sí mismo de la que ya hablamos.

Mi tema es universal, no tanto por la existencia del genio y su recurrencia sino porque el genio, no importa cuán reprimido, existe en tantísimos lectores. Emerson pensaba que todos los estadounidenses eran poetas y místicos en potencia. Genios no enseña cómo leer ni a quién leer sino cómo pensar en las expresiones más creativas de las vidas ejemplares.


Los cien elegidos de Bloom


Dante Alighieri
Jane Austen
Isaac Bábel
Honoré de Balzac
Charles Baudelaire
Samuel Beckett
William Blake
Jorge Luis Borges
James Boswell
Charlotte Brontë
Emily Jane Brontë
Robert Browning
Italo Calvino
Alejo Carpentier
Lewis Carroll
Willa Cather
Paul Celan
Luis Cernuda
Miguel de Cervantes
Hart Crane
Geoffrey Chaucer
Anton Chéjov
Charles Dickens
Emily Dickinson
John Donne
Fiodor Dostoievski
José María E a de Queiroz
George Eliot
T. S. Eliot
Ralph Ellison
El Yavista
Ralph Waldo Emerson
William Faulkner
F. Scott Fitzgerald
Gustave Flaubert
Sigmund Freud
Robert Frost
Federico García Lorca
Johann Wolfgang von Goethe
Nathaniel Hawthorne
Ernest Hemingway
Hugo von Hofmannsthal
Homero
Víctor Hugo
Henrik Ibsen
Henry James
Samuel Johnson
James Joyce
Franz Kafka
John Keats
Soren Kierkegaard
D. H. Lawrence
Giacomo Leopardi
Lucrecio
Joaquim Machado de Assis
Mahoma
Thomas Mann
Herman Melville
John Milton
Molière
Michel de Montaigne
Eugenio Montale
Dama Murasaki
Iris Murdoch
Gérard de Nerval
Friedrich Nietzsche
Flannery O'Connor
Walter Pater
Octavio Paz
Fernando Pessoa
Alexander Pope
Luigi Pirandello
Platón
Marcel Proust
Rainer Marie Rilke
Arthur Rimbaud
Christina Rossetti
Dante Gabriel Rossetti
San Agustín
San Pablo
William Shakespeare
Percy Bysshe Shelley
Sócrates
Stendhal
Wallace Stevens
Jonathan Swift
Algernon Charles Swinburne
Alfred Tennyson
León Tolstoi
Mark Twain
Paul Valéry
Luis Vaz de Camões
Virgilio
Edith Wharton
Walt Whitman
Oscar Wilde
Tennessee Williams
Virginia Woolf
WilliamWordsworth
William Butler Yeats