LA SOLEDAD DE LOS MAESTROS
La puesta
en escena podría servir para una de esas series de narcomiseria que tanto
exprimen productores propios y extraños. Ocurre en una escuela pública de
nuestra ciudad, pero es extensiva a cualquier institución del país:
Un joven de 14 años, en actitud retadora, exhibe un arma de fuego encima del
escritorio, como si fuera un borrador, que en sentido figurado puede serlo.
Ante el susto de la profe, la inocente criatura la guarda en un morral que la
maestra no puede tocar, porque podría ser acusada de vulnerar los derechos del
niño.
Otro niño, de siete años, es descubierto consumiendo drogas en el baño del
colegio. Su hermano de nueve también las consume pero el papá de ambos, que es
el jíbaro del barrio, reclama un video de prueba ante la rectoría del colegio.
De lo contrario, demandará a la institución por vulnerar los derechos de sus
hijos.
Algunos niños llevan navajas a la escuela, y no precisamente para sacarle punta
al lápiz, pero no se las pueden decomisar sin la presencia del acudiente,
porque sería vulnerar los derechos de los niños.
Cuando los alumnos "difíciles" (que no son todos pero pesan mucho)
son expulsados del colegio por antecedentes disciplinarios o incumplimiento del
Manual de Convivencia, aparece la normatividad vigente para defenderlos porque
se les están vulnerando los derechos a la educación, que les son restituidos de
inmediato.
En nombre del derecho al desarrollo de la libre personalidad se han perdido la
misión, la visión y los valores de las instituciones educativas. Si los alumnos
no asumen compromisos ni respetan a sus profesores, ¿qué esperar de la
educación?
Todo parece estar en contra del maestro y a favor de los niños, totalmente
empoderados, apáticos e irresponsables, llenos de derechos pero sin deberes. ¿Y
los profes? Desmotivados, jartos. Muchos de ellos sienten que no vale la pena
dejar hasta la piel en el tablero si no pueden intervenir en el contexto
extracurricular de sus alumnos.
El profesor que no es maestro, que se está escampando en un salón de clases,
recibe el sueldo y se lava las manos, pero los que aman su oficio, se
capacitan, se reinventan, se preparan, planean y se sueñan su cuento, sufren la
soledad de unas familias indiferentes y, además, de un sistema que baila al son
de las políticas improvisadas del ministro de turno.
El decreto 1290 dice que los papás deben acompañar los procesos en casa, que la
familia es la primera responsable de la educación y formación de los hijos y
que la escuela está encargada de continuar ese proceso con su ayuda, pero los
padres siguen convencidos de que la escuela es una guardería. Cuando no hay
clase protestan, pero cuando sus hijos deciden no asistir, los mandan a
almorzar al restaurante escolar. La ley del embudo también va al colegio.
Las instituciones privadas no están libres de situaciones complejas, pero en
menor medida, porque cuando el bolsillo duele los papás aprietan tuercas. La
gratuidad, en cambio, suele ser menospreciada.
Retomando, en realidad los maestros pueden vulnerar los derechos de los niños
de muchas maneras: Si los miran "feo" es matoneo; si los regañan es maltrato,
si los abrazan es acoso sexual. Y como también opera la ley del menor esfuerzo,
si les piden la tarea, que no llevan, son unos catres…ponga aquí la palabrota que
desee.
¡La autoridad se fue de paseo y llegó la
permisividad en su remplazo!
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