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miércoles, 15 de febrero de 2012


La cama de Procusto


Francisco Cajiao

La gran labor del maestro es acompañar búsquedas y compartir la emoción de descubrir.

    Hace apenas unos años escuché por primera vez de este personaje mítico de la antigua Grecia y me picó la curiosidad de saber la historia. Alfonso Aguiló resume y nos dice que su verdadero nombre era Damastes, pero lo apodaban Procusto, que significa "el estirador", por su peculiar sistema de hacer amable la estancia a los huéspedes de su posada. Procusto los obligaba a acostarse en una cama de hierro, y a quien no se ajustaba a ella, porque su estatura era mayor que el lecho, le serraba los pies que sobresalían de la cama; y si el desdichado era de estatura más corta, entonces le estiraba las piernas hasta que se ajustaran exactamente al fatídico catre.

    Desde que conocí la leyenda del posadero de Eleusis pensé en esa tradición escolar que pretende homogenizar a todos los niños y niñas bajo la regla única de una normalidad que nunca existe. Currículos centralizados, textos escolares, estándares únicos, modelos de disciplina, uniformes, cursos en los cuales no cabe la "extraedad", evaluaciones indiferenciadas, exámenes de admisión para preescolar, son apenas unos cuantos elementos de ese lecho de hierro al cual no se adapta ningún estudiante. Si sabe mucho, le cortan la cabeza; si rinde poco, lo estiran hasta descoyuntarlo.

    La metáfora debe hacernos pensar en las polémicas permanentes sobre la dificultad de asumir que todos los seres humanos somos diferentes por razones muy diversas, que van desde lo que Gardner ha llamado las inteligencias múltiples, pasando por la inmensa gama de diferencias que marca la herencia genética, hasta todas las variantes de nuestros comportamientos emocionales.

    Cada niño, niña o joven, desde su nacimiento, va componiendo su propio modo de habitar el mundo en un lento y a veces tortuoso proceso de búsqueda de su identidad. Quienes hemos dedicado la vida al trabajo pedagógico tenemos la maravillosa experiencia de ver cómo niños que un día se veían tímidos y temerosos ante los adultos y sus compañeros, un buen día comienzan a florecer como líderes capaces de mover grandes proyectos e ideales que se proyectan al ejercicio de la política. Otros que de pequeños parecían alegres y vivaces, de repente parecen sumergirse en inmensas inseguridades y angustias personales que les limitan su posibilidad de desplegar su talento. Hay quienes un día manifiestan un talento que nadie sospechaba en campos complejos del pensamiento científico. Pero también con el tiempo afloran gustos en el terreno del arte, preferencias sexuales o tendencias competitivas que los conducen a grandes retos deportivos de indudable riesgo.

    Ante este fenómeno diario, múltiple, de variedad inagotable, muchos se asustan y piensan que es hora de hacerlos reposar en el lecho de Procusto para que todo aquello que nos desconcierta y nos asusta regrese a una insoportable normalidad que no existe en el mundo real. A veces se adaptan, simulan ser lo que queremos que sean, aprenden las respuestas que queremos escuchar y ocultan las preguntas que sospechan que no somos capaces de responder. Pero más tarde o más temprano surgirá lo que su propia búsqueda humana los ha llevado a descubrir en el fondo de sus emociones y de sus deseos.

    Lo malo es que algunos no sobreviven a la violencia de la normalización y se convierten en personas inseguras, proclives a ser eternamente manipuladas y dispuestas a someterse a cualquiera con mayor poder para sentirse finalmente aceptados. Por eso, la gran labor del maestro es acompañar búsquedas y compartir la emoción de descubrir la inagotable riqueza que reside en cada humano. No siempre es fácil, pero de todos modos es más grato que andar cortando ideas y emociones para evitarnos la dificultad de reconocer la realidad.

(Eltiempo.com, 13 de febrero del 2012)
Aporte: Leonidas Arango

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