La cama de Procusto
Francisco Cajiao
La
gran labor del maestro es acompañar búsquedas y compartir la emoción de
descubrir.
Hace apenas unos años
escuché por primera vez de este personaje mítico de la antigua Grecia y me picó
la curiosidad de saber la historia. Alfonso Aguiló resume y nos dice que su
verdadero nombre era Damastes, pero lo apodaban Procusto, que significa "el
estirador", por su peculiar sistema de hacer amable la estancia a los
huéspedes de su posada. Procusto los obligaba a acostarse en una cama de
hierro, y a quien no se ajustaba a ella, porque su estatura era mayor que el
lecho, le serraba los pies que sobresalían de la cama; y si el desdichado era
de estatura más corta, entonces le estiraba las piernas hasta que se ajustaran
exactamente al fatídico catre.
Desde que conocí la
leyenda del posadero de Eleusis pensé en esa tradición escolar que pretende homogenizar
a todos los niños y niñas bajo la regla única de una normalidad que nunca
existe. Currículos centralizados, textos escolares, estándares únicos, modelos
de disciplina, uniformes, cursos en los cuales no cabe la
"extraedad", evaluaciones indiferenciadas, exámenes de admisión para
preescolar, son apenas unos cuantos elementos de ese lecho de hierro al cual no
se adapta ningún estudiante. Si sabe mucho, le cortan la cabeza; si rinde poco,
lo estiran hasta descoyuntarlo.
La metáfora debe hacernos
pensar en las polémicas permanentes sobre la dificultad de asumir que todos los
seres humanos somos diferentes por razones muy diversas, que van desde lo que
Gardner ha llamado las inteligencias múltiples, pasando por la inmensa gama de
diferencias que marca la herencia genética, hasta todas las variantes de
nuestros comportamientos emocionales.
Cada niño, niña o joven,
desde su nacimiento, va componiendo su propio modo de habitar el mundo en un
lento y a veces tortuoso proceso de búsqueda de su identidad. Quienes hemos
dedicado la vida al trabajo pedagógico tenemos la maravillosa experiencia de
ver cómo niños que un día se veían tímidos y temerosos ante los adultos y sus
compañeros, un buen día comienzan a florecer como líderes capaces de mover grandes
proyectos e ideales que se proyectan al ejercicio de la política. Otros que de
pequeños parecían alegres y vivaces, de repente parecen sumergirse en inmensas
inseguridades y angustias personales que les limitan su posibilidad de
desplegar su talento. Hay quienes un día manifiestan un talento que nadie
sospechaba en campos complejos del pensamiento científico. Pero también con el
tiempo afloran gustos en el terreno del arte, preferencias sexuales o
tendencias competitivas que los conducen a grandes retos deportivos de
indudable riesgo.
Ante este fenómeno
diario, múltiple, de variedad inagotable, muchos se asustan y piensan que es
hora de hacerlos reposar en el lecho de Procusto para que todo aquello que nos
desconcierta y nos asusta regrese a una insoportable normalidad que no existe
en el mundo real. A veces se adaptan, simulan ser lo que queremos que sean,
aprenden las respuestas que queremos escuchar y ocultan las preguntas que
sospechan que no somos capaces de responder. Pero más tarde o más temprano
surgirá lo que su propia búsqueda humana los ha llevado a descubrir en el fondo
de sus emociones y de sus deseos.
Lo malo es que algunos no
sobreviven a la violencia de la normalización y se convierten en personas
inseguras, proclives a ser eternamente manipuladas y dispuestas a someterse a
cualquiera con mayor poder para sentirse finalmente aceptados. Por eso, la gran labor del maestro es acompañar búsquedas
y compartir la emoción de descubrir la inagotable riqueza que reside en cada
humano. No siempre es fácil, pero de todos modos es más grato que andar
cortando ideas y emociones para evitarnos la dificultad de reconocer la
realidad.
Aporte: Leonidas Arango
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