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miércoles, 27 de julio de 2011

Una poderosa llave




Por Camilo J. Ropero
Llevo el gusto  de la música desde que estaba en el vientre de mi madre, e incluso pude haber sido gestado con música de fondo. Mi padre sabía que el bebé sentía afinidad con el ritmo clásico de Beetoven, Vivaldi, Bach o Mozart, porque cada vez que lo colocaba en presencia de la madre, el ser en potencia pateaba y mostraba señal de gozo.
            Nació el bebé y con él su curioso comportamiento de «duendecillo alado»: no dormía por las noches, y estaba a punto de colmar la paciencia de la agotada madre que pedía descanso después de un duro parto. El ritmo clásico tuvo que entrar en acción, y por casi un año fue la fórmula magistral para que el bebé llorón pudiera por fin dormirse. Esas melodías quedaron guardadas en mi mente para siempre, y cada vez que las escucho, me transporto a ese vago recuerdo del padre gozoso bailando con su hijo en brazos en la antigua sala con la intención de que caiga en el mágico mundo de los sueños. Además, hay una curiosa conexión con aquellos poemas que mi padre le recitaba en voz alta a mi madre embarazada; porque ese periodo de vida también cuenta en nuestra existencia, y uno debería tenerlo en cuenta, y por eso es que propongo que nuestro verdadero día de cumpleaños sea aquel en que nuestro padres como consecuencia del amor profundo –o llevados por el deseo– decidieron arriesgarse y concebirnos. Ese es el día en que verdaderamente nacimos.
            Crecí entre dos amantes de la música, no si la mejor; juzguen ustedes, porque nunca señalo ni sentencio a un ritmo musical cualquiera por el simple hecho de no gustarme. Cada uno tendrá sus razones para oírlos, auqnue confieso que hay ciertas canciones que nunca debieron haber sido compuestas.
            Por el lado de mi padre –aparte de la clásica– le encanta el son cubano, el vallenato clásico, los porros, el jazz, la trova, la salsa (…)
Por el lado de mi madre, el vallenato de los 90s, la música romántica y andina, el pop (…)
Esos ejemplos fueron fraguando en mis oídos y determinaron el camino que escogí para seleccionar la música que me gusta escuchar. Pero no debo olvidar, que mi hermano José Luis también tuvo mucho que ver, y fue quien me dio la referencia de la música que hoy es mi favorita: el rock en español y la salsa, con los tres grandes, Colón, Lavoe y Blades. Y sin querer queriendo cuando en 2004 me regaló un CD MP3 para estrenar mi reproductor de DVD, me abrió la puerta  ala world music: los ritmos caribeños y africanos como la bachata dominicana y el raï argelino.
            Pero para ese entonces, mi oído vivía una «época musical» diferente: la música andina era mi gran pasión. La flauta de pan y la zampoña son instrumentos que me seducen, al igual que las darbukas en los ritmos árabes. Al igual que en todas mis épocas musicales, escuché el ritmo hasta saciarme, aunque uno nunca se hastía de aquellos que calan de forma tan estimulante en nuestra alma.
            En uno de aquellos días de 2007, cuando una etapa personal agonizaba, escuché «Molinos de Viento» del Mägo de Oz, y con su ritmo celta oculto en su rock, me apasioné de pronto por la música irlandesa y escocesa, y en su búsqueda y descubrimiento, nace también mi admiración por los bailes celtas.
            Son muchos los géneros musicales que suelo escuchar a diario, donde algunos me los consideran «raros» –como el raï, el klezmer, el cajún, el zouk, la banghra (…)–,  pero eso no significa que por no conocerse no sean dignos de escuchar, todo depende de mi estado de ánimo. Lo que quiero hacer énfasis en este escrito, no es imponerles mis gustos musicales. Si les gusta el reggaeton, el hip-hop, las rancheras o la música popular, me vale, yo respeto sus gustos. Lo que realmente pretendo es describir lo fantástico y lo mágico de la música: la conexión pura que establece con el recuerdo.
            Desde muy chico he tenido la gran quimera, la gran obsesión de «enfrascar», de tener embotellado a manera de reliquia en un frasco aquellos recuerdos, que temo que mi mente olvidará –o ya ha olvidado–, tergiversado y debilitado con los años. Así, de la forma como Jean-Baptiste Grenouille logró guardar y atesorar los aromas de sus amadas mujeres. Pero esto solo es posible en el infinito mundo literario, y pensar en la sola idea es descabellado en este mundo racional y materialista, porque por más que no queramos los recuerdos son y serán intangibles.
            Fue, entonces, cuando el «gato empapado de luna» visitó un día normal una librería local, que supe que mi sueño podría ser posible.
Cuando entró para saciar su deseo lector, percibió –al igual que yo– un profundo olor a lápiz y grafito, y de repente se quedó inmóvil, como petrificado.
            –Juanita Márquez, Las Peñitas, mi primera escuela –dijo.
            Ahí caí en cuenta que para lograr evocar un recuerdo, no debía buscar frascos donde guardarlos para luego revivirlos, sino «llaves» para abrir y guardarlos. Y mi corta experiencia me dice que las llaves más poderosas son los sentidos. Pero no voy a fatigarlos con todos aquellos recuerdos que mis sentidos han guardado por años, sino solo me referiré a aquellos que mi audición ha mantenido conservados, para bien o para mal.
            La mayoría de canciones que frecuento escuchar tienen un recuerdo asociado. Son llaves, incluso de aquellos que no sé si son reales o producto de mi imaginación de «gato ensimismado». Por ejemplo, me enternezco y me vuelvo melancólico con las primeras canciones de Enrique Iglesias y del dúo Donato & Estéfano, porque eran las que ponía mi madre de forma reiterada cuando yo de 3 años, estaba en la edad de los por qués y no me despegaba de su lado, y creo que era un estorbo para sus labores domesticas. Cuando con su elegancia y sutilidad la «Primavera» de Vivaldi llega a mis oídos, rememoro los años en que mi padre grababa recitales poéticos en los ahora mohosos casetes; y de este recuerdo se conecta fugazmente con el día más memorable que he vivido, y me atrevo a decir la familia: la obtención del Premio Nacional de Poesía Casa Silva, por parte de él.
            Estas conexiones también tienen su lado negativo. No siempre las llaves –que se crean de forma espontánea casi sin querer– te abren a buenos recuerdos. A veces te traen malos días, épocas truculentas o momentos de depresión; y es por eso que en aquellos prefiero no escuchar música o en lo posible tapo mis oídos para no asociar ningún ritmo con la ocasión.
Algunas canciones de reggaeton son el caso más notable. Algunas con solo escucharlas hacen que me una extraña sensación invada de pronto mi cuerpo y sienta de pronto una gran amargura, una impotencia, un remordimiento que viene de viejos tiempos de falta decisión, grandes derrotas o tiempo perdido.

No soporto a «Jaime Molina» de Carlos Vives, porque me estremezco al revivir de forma tan real la noche más terrible de mi vida: acostado en una clínica donde el dolor era poco comparado con el frío errático que me carcomía en la habitación donde ansiaba con delirio la cobija en el suelo de mi vecino roncador, que no me permitió dormir en esa olvidable noche. Así como estas llaves, hay otras; malditas llaves que me evocan a Salami y la confusión de la profecía, la obsesión de las hermanas y el 31 de octubre, Fatma y su curiosa forma de huir, y las elegibles del mundo irreal donde todos se aman.
            Esto de las llaves sí que es un problema. Pero no solo la música debo tomarla desde esa óptica tan subjetiva. ¿Por qué escucho música?, porque siento una atracción casi orgásmica hacia ella. Pero esto no todo. SI fuera así, no tendría sentido y cualquier ruido con algo de ritmo sería música, que tal el eterno péndulo del reloj de la sala.
            Conocí a una chica, linda, conversadora, agradable –aunque ahora solo me busca cuando tiene tareas– y cuando la oportunidad se daba acudía a ella, porque sentía gusto al estar a su lado. ¿Pero qué? Era vacía, sin ningún tema. De esa forma hay muchas canciones –incluso aquellas que son llaves–, excelentes melodías, pero ¿Qué te dejan? Nada, cierto. No dejan ningún contenido. Un trovador cubano decía que la trova debía complementarse con la letra, y así realmente sería una creación artística con valor: «que cosa fuera la maza sin cantera (…)»
            Por esto, en los últimos meses me he dedicado a descifrar el significado que ocultan las canciones, y cuál es realmente la intención con que el intérprete la ha compuesto, sobre todo aquellas  en idiomas diferentes al español. Y ahora que toco este punto, me río, me burlo, y me parecen unos verdaderos ignorantes aquellos que escucho tararear un pedazo de canción en otros idiomas, porque no saben lo que dicen. Pueden estar insultando a su madre o profanando su religión o dignidad, y los muy tontos no se dan cuenta. Hay necesariamente que saber que dicen las canciones y que mensaje nos dejan.
            Para educar el oído se debe complementar melodía y letra, y con esto por fin logro entender la frase que me dijo mi padre hace muchos años: «las canciones son poesía».
            Bueno, ya no los fatigo más; solo quiero que cuando escuchen música  a parte de identificarse con el ritmo y la letra, busquen más allá esa sensación mágica, pero sin llegar a abusar de ella, porque también es un vicio, igual de perjudicial que todos. Pues evocar recuerdos de manera reiterada puede llevarte al delirio o la locura existencial, y el objetivo de las llaves es conservarlo, intacto e inmutable, y revivirlo con la misma vibración que como si lo estuvieras volviendo a vivir.

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